12/3/11

CARTA A EURÍDICE

Miguel Molina Díaz

Eras la ninfa de los valles de Tracia
y tu canto era el deleite formidable
que recorría los cielos en mi búsqueda,
tu voz habitaba cada uno de mis sueños.

Vida mía, amada musa,
tu melodía sonaba en mi corazón cada mañana,
por oírte solamente despertaba cada día,
pero para conquistarte solo tenía mi música.

Tu voz prodigiosa era celestial inspiración mía.
No éramos más que dos músicos mortales
y poco a poco te fui enamorando sin creerlo
porque no me sentía digno de tu magia.

Fueron tantas las veces que me arrodillé ante Apolo
implorándole que me ayude a existir para vivirte
porque solo verte amor, solo mirarte,
quise para todo el resto de mi vida.

El Dios de la luz, la música y la poesía,
bondadosamente atrevido,
sin prever en su oráculo divino
la crueldad que nos estaba esperando,
hiso que a tus oídos mi música llegase
porque toda ella para ti fue creada.

Tomando tu mano, Eurídice querida,
podía recorrer todo el Olimpo y la Tierra
porque esa magia que irradiaba de tu piel
era la llama fosforescente de tu amor mitológico,
de tu música radiante.

Y claro que los dioses estaban repletos de envidia,
Hefesto ardió de rabia en medio de su fuego,
era por tu sonrisa vida mía    
y por el brillo de mis ojos al contemplar tu alegría.

Mar y Tierra sucumbieron a tu voz,
Poseidón abandonó sus aguas para oírte
y Hermes no entregó sus mensajes,
porque el día de nuestra boda
tu canto el mundo entero iluminó
y ni siquiera Afrodita logró medir
mi obsesión por tu voz.

Adorada,
el día que tu nombre se unió al mío
brilló con más fuerza la luz del sol
y desde ese momento
todos en el perverso Olimpo supieron
que nuestra música duraría para siempre.

Y es que no logro imaginar sin ti
mi ritmo ni mis canciones
porque son notas que brotan de tus dedos al tocarme
y porque sin tus ojos no existiría melodía.

Te juró, Eurídice amada,
nuestra música no tendrá fin
sabrá levantarse del horror del inframundo
para inspirar la historia del hombre
porque habitarás en toda mujer sobre la Tierra.

¡Pero esté destino impávido!
Todos se quedaron pasivos ante tu muerte,
Zeus no se horrorizó frente a tu partida
ni condenó a la nefasta serpiente que se llevó tu vida.

Días enteros lloré sin descanso
al no encontrar tu cuerpo limpio entre mis brazos
y mi paladar se fue muriendo sin tu sabor.

Sentí como se iba apagando mi música lentamente,
su agonía era un dolor ardiente y feroz
que sacó lágrimas a humanos y dioses
pero nunca les perdoné tanto horror.

Por encontrarte,
por tomar en mis manos las tuyas
y besarte infinitamente tu divinidad,
por poner mis labios en tus muslos
y con los ojos contemplarte
hasta reinventarnos, otra vez, la musicalidad,
no me importó correr el riesgo de buscarte
y recorrer todos los mundos hasta hallarte
porque muy muerta se quedó mi vida sin tu aliento.

Adorada,
esa nuestra música es poderosa,
largas distancias recorrí con ella tras tu rastro
doblegando los corazones pusilánimes de demonios
haciendo llorar por única vez a los tormentos
porque tu magia, Eurídice,
fue única sobre la Tierra.

Esa música que al inframundo a tu rescate bajó
era gigante, era un arma furiosa
y el mismísimo Hades sucumbió a su armonía.
Perséfone, implacable como ninguna,
cruel reina del mundo de los muertos
no pudo resistirse a mi poesía
y por primera vez todo el Erebo sollozó.

¡Trampa de vanidad absurda,
exigirme que no te vea era atroz!
¿Cómo negarte ante mis ojos?
Cuán perversos fueron los infernales
que me prohibieron verte
hasta que la luz del sol te bañase.
Pero, ¿cómo rehuir tu mirada?

¿Cómo hacer para no explorarte,
para no besarte con los ojos el alma
y no temblar al contemplarte y al sentir tu piel rozando la mía?
¿Cómo no pudieron comprender mi necesidad
de sentir tus tibios labios con los cinco sentidos de mi cuerpo,
tus nítidas formas de sirena?

Una vez más te arrebataron de mí
y tu desaparición me partió en mil pedazos
hasta quedar gritando en la desesperación
más desolada y agónica.

Mi soledad entristeció al cosmos entero
y lentamente me sumergí en tu recuerdo para llorarte.
Perdió el sentido componer música
pues mis días se quedaron sin sustento
y mientras los dioses gozaban su néctar,
su ambrosía,
yo los odiaba por no sufrir ellos tu ausencia.

Pregunté a mi llanto cómo reinventar tu sonrisa,
cómo cobrarle al Oráculo de Dionisio
la insensibilidad olímpica de los dioses olímpicos
que me arrebataron tu canto.

Es preciso que sepas,
después de ti, no hay olvido,
no hay perdón para el dolor ni mi abandono,
porque tu muerte está en la conciencia de los todopoderosos
y nuestros gritos recorrerán la historia,
por siempre,
porque incluso destruido ya el cielo,
los humanos sabrán que existió una Eurídice
y que fue amada por un Orfeo
como nadie jamás amó a una ninfa.

Poco me dolieron los agravios,
los golpes y las cortaduras de la mutilación,
las atrocidades del destrozo.
Mucho les agradezco a las ménades tracias
haber lujuriado con mi cuerpo conduciéndome a la muerte.
Pero solo dolor sentí en sus manos
porque solo en las tuyas me recobijo
me lleno de júbilo el espíritu.

Dioses embusteros,
les he arrebatado mi música porque no se la merecen,
son monstruos, son déspotas,
el Olimpo está podrido.

Pero Eurídice,
donde quiera que estés mira al cielo,
búscame en la constelación que te esté mirando,
que desde la más alta estrella
siempre te recuerdo.

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